Durante más de 500 años y aún en la época de los viajes espaciales y del calentamiento global, en muchas partes de México se sigue escuchando el eco de un lamento. Una mujer vaga en medio de la noche, entre los terrenos baldíos, entre callejones con muros de tezontle o cantera, lamentando la muerte de sus hijos. Vestida de blanco, con sus cabellos sueltos, esta mujer aún estremece a niños y ancianos, desde el Bajío y hasta en el sureste de México. Es la Llorona.
Esta antigua leyenda es la que todo niño mexicano sabe por boca de su abuelo o por la de algún compañero de la escuela que ha querido jugarle alguna broma. Y hasta una canción al estilo de rock’n roll refleja la manera en que seguimos conviviendo con esta mítica mujer.
La llorona es mucho más que un fantasma o una aparecida. No tiene nada qué ver con mujeres horribles de ojos sangrantes y dientes afilados. No es un ente paranormal ni una loca que inspiró una historia. La llorona es una mujer sin rostro ni edad, compendio de muchos símbolos y deidades prehispánicas. Es una mujer condenada y, al mismo tiempo, es diosa portadora de un mensaje funesto.
En “Visión de los vencidos”, libro escrito por Ángel María Garibay, se recogen los presagios que los mexicas, el imperio del México prehispánico, recibieron de sus dioses antes de la llegada de los españoles. Uno de estos presagios hace referencia a una mujer, la Cihuacóatl o mujer serpiente, que vagaba entre las amplias calles de la Gran Tenochtitlan gimiendo y lamentándose: “¡Mis muy queridos hijos, ya llega nuestra partida, ya estamos a punto de perdernos! ¡Oh, hijos míos!, ¿a dónde os llevaré?”
Curiosamente, con la conquista de los españoles, el eco de la Cihuacóatl se dispersó y en cada región se fusionó con la imagen de varias deidades femeninas: Auicanime "la necesitada, la sedienta", diosa del hambre de los tarascos de Michoacán; Xtabai, diosa del suicidio según los mayas de la Península de Yucatán; Xonaxi Queculla,"la señora de la red de carne", deidad de la muerte, del inframundo y de la lujuria entre los zapotecos, en Oaxaca[1].
Y por supuesto, surgió también la versión “colonial”, la de una hermosa y joven mujer que, rechazada por el hombre que amaba, ahogó a sus hijos y luego se suicidó. Al llegar a las puertas del cielo, Dios le preguntó por sus criaturas y ella contestó: “No lo sé, mi Señor”, así que se el envió de regreso para que los buscara.
Y así pasó la pobre mujer los siglos de la Colonia, los años de Independencia y la Revolución, buscando a sus hijos entre los rieles de los trenes, entre las ramas de los árboles, debajo de los puentes, en las ruinas de las haciendas... La escritora mexicana Carmen Toscano describió en “La Llorona” (1959) cómo estremecía a los habitantes de la Nueva España:
“- Dicen que su grito más doliente lo lanza al llegar a la Plaza Mayor, que allí se arrodilla… y, vuelta hacia donde estaban los viejos teocalis de los indios, besa el suelo y clama con angustia, y llena todo de aflicción.
- Cuentan que amó intensamente…
- Que fue abandonada…
- Que cometió un horrible crimen…
- Que hizo correr la sangre de los suyos…
- De todos modos, habrá sufrido mucho, pobre mujer… ¿por qué no puede descansar aún?”
Hoy, la ciudad de México, donde nació su leyenda, tiene otro ritmo y sus sonidos son abrumadores, aún a altas horas de la noche. Los niños no son tan crédulos y los abuelos ya no cuentan tantas historias. Cuánto ha cambiado este México en cinco siglos. Pero en sitios cercanos, donde la noche aún inspira temor, habrá todavía quien llegue a su casa con el corazón desbocado y el rostro pálido, y diga a su gente en un susurro “Es que escuché a la Llorona...”
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